Vocación

Pluralidad de las vocaciones

Dentro de la vida laical, el Espíritu no se limita a una ley o a una regla, sino que continuamente suscita en la vida cristiana diferentes llamados o vocaciones que como distintos caminos se dirigen a Dios. La rica variedad de la Iglesia, encuentra su ulterior manifestación dentro de cada uno de los estados de vida y así, dentro del estado de vida laical se dan diversas “vocaciones”, o sea, diversos caminos espirituales y apostólicos que afectan a cada uno de los fieles laicos[1].

Con el deseo de dar cabida a las distintas vocaciones laicales, la Tercera Orden Secular de la Familia Religiosa del Verbo Encarnado se estructura en niveles de acuerdo al grado de compromiso que los miembros adquieren para con nuestra Familia Religiosa; para que según el propio llamado participen y acrecienten el tesoro espiritual de las distintas ramas ya fundadas y para que todos en su medida hagan el bien y produzcan frutos de santidad. La Iglesia es como un campo de fascinante y maravillosa variedad de hierbas, plantas flores y frutos. Por eso es nuestro deseo que “aquí se pueda ver florecer las gemas de la virginidad, allá la viudez dominar austera como los bosques en la llanura; más allá la rica cosecha de las bodas bendecidas por la Iglesia colmar de mies abundante los grandes graneros del mundo, y los lagares del Señor Jesús sobreabundar de los frutos de vid lozana, frutos de los cuales están llenos los matrimonios cristianos”[2].

Sabiendo que como enseñaba San Francisco de Sales, los cristianos realizan la común vocación a la santidad de modo específico “En la Creación Dios mandó a las plantas producir sus frutos, cada una según su especie (cf. Gen 1,11). El mismo mandamiento dirige a los cristianos, que son plantas vivas de su Iglesia, para que produzcan frutos de devoción, cada uno según su estado y condición. La devoción debe ser practicada en modo diverso por el hidalgo, por el artesano, por el sirviente, por el príncipe, por la viuda, por la mujer soltera y por la casada. Pero eso no basta; es necesario además conciliar la práctica de la devoción con las fuerzas, con las obligaciones y deberes de cada persona. Es un error… -mejor dicho una herejía- pretender excluir el ejercicio de la devoción del ambiente militar, del taller de los artesanos, de la corte del los príncipes, de los hogares de los casados. Es verdad, que la devoción puramente contemplativa, monástica y religiosa sólo puede ser vivida en estos estados, pero además de estos tres tipos de devoción, hay muchos otros capaces de hacer perfectos a quienes viven en condiciones seculares. Por eso, en cualquier lugar que nos encontremos, podemos y debemos aspirar a la vida perfecta”[3].

La Tercer Orden Secular desea acoger en su seno a las distintas vocaciones laicales, que manteniendo sus naturalezas y fines propios quieran vivir con la participación activa del espíritu de la Familia Religiosa del Verbo Encarnado y de los tesoros espirituales que Dios en su misericordia derrama sobre ella; y a su vez, quieran contribuir, con su oración y sacrificio, al acrecentamiento de esta riqueza espiritual.

Por tanto cada uno en su vocación, debe vivir una impronta propia, en consonancia con el carisma que el Espíritu Santo ha querido suscitar en nuestra Familia Religiosa del Verbo Encarnado, con quien se hallan íntimamente unido, para que todos abrazados a la verdad, en todo crezcamos en caridad, llegándonos a Aquel que es nuestra cabeza, Cristo, de quien todo el cuerpo, trabado y unido por todos los ligamentos que lo unen y nutren para la operación propia de cada miembro, crece y se perfecciona en la caridad (Ef 4,15-16)

Así, los laicos del Verbo Encarnado se han de caracterizar por una profunda devoción al misterio de la Encarnación, cumbre de todos los misterios, que les debe iluminar toda la vida, debiendo enseñorear toda la realidad a la luz del Verbo Encarnado, llevando el misterio de Cristo hasta las últimas consecuencias, para que Cristo sea “todo en todos”. Sabiendo que la esencia de su vocación se halla anclada en Dios hecho hombre.

Todos los miembros de la asociación deben procurar el ascenso espiritual hasta llegar a las cumbres de la santidad, sin esa aspiración y constante tendencia, si bien quizás de palabra pertenezcan a la Institución, son a semejanza de los miembros muertos, como los secos racimos de la vid[4]. “Todos están invitados por Dios a recorrer el camino de la santidad y a traer hacia este camino a sus compañeros de vida y de trabajo en el mundo de las cosas temporales”.[5]

La secularidad

El carisma de la secularidad laical consiste en buscar por parte de los laicos el reino de Dios tratando las cosas temporales, con las que por vocación están estrechamente unidos, y ordenándolas según Dios, contribuyendo por así decirlo desde dentro, ‘a modo de fermento, a la santificación del mundo’[6]. Sin embargo, la secularidad laical, esto es, el ser y el obrar del laico en el mundo, no es sólo una realidad antropológica y sociológica, sino también y específicamente teológica y eclesial, en cuanto que hay que entenderla a la luz de la creación y de la redención, por lo que toda la realidad creada está destinada a encontrar en Cristo la plenitud de su significado, y los laicos, como miembros activos de la Iglesia, en el cumplimiento de su misión en el mundo, tienen en ella un papel propio, en la complementariedad entre las diversas categorías de los fieles[7]. El ámbito del orden temporal, que abarca la secularidad propia de los fieles laicos, son los bienes de la vida, de la familia, de la cultura; la esfera de la economía y de la política; el mundo del trabajo, de las artes y profesiones; el campo de la ciencia, de la técnica, de la ecología, de la comunicación social; los problemas de la vida, de la ética profesional, de la solidaridad, de la paz, de las instituciones de la comunidad política; las relaciones internacionales y su evolución y progreso; la promoción de la justicia, de los derechos del hombre, de la educación y de las libertades, especialmente la religiosa[8]”.[9]

Los laicos del Verbo Encarnado deben obrar la transformación del siglo inculturando el Evangelio, ejerciendo su carisma secular en la esfera de lo temporal, actuando así su profesión de fe, contraída en el Bautismo y reafirmada en la Confirmación.

Vocación matrimonial

El matrimonio es el sacramento propio de los laicos, el medio ordinario para que estos se santifiquen en el mundo, aunque obviamente, no es la única ni la exclusiva manera de santificarse.

Los matrimonios de la Tercera Orden Secular deben ser conscientes que su testimonio de vida es una riqueza y un estímulo para toda la Familia del Verbo Encarnado.

Queremos que los matrimonios de la Familia del Verbo Encarnado brillen como antorchas en este mundo ateo y materializado, en donde se levantan como criterios de juicio:

  • la anticoncepción como método;
  • el control de la natalidad como solución;
  • la infidelidad como virtud;
  • la falsa emancipación de la mujer como ideal;

propiciando el llamado “matrimonio laico”, que seculariza y desacraliza la realidad sagrada del matrimonio católico.

Por eso, queremos dar testimonio ante el mundo:

  • que es posible abrazarse a las exigencias del Evangelio sin temor ni reservas, a imitación de la Sagrada Familia;
  • que es posible vivir el espíritu de las bienaventuranzas en el matrimonio, llevándolas hasta sus últimas consecuencias.

A los criterios mundanos respondemos con las enseñanzas del Evangelio genuina y auténticamente cumplidas, proponiendo:

  • la paternidad responsable sobre los hijos;
  • la familia numerosa si Dios lo quiere, no sólo con la aceptación sino con la búsqueda de los hijos;
  • el amor mutuo como bastión a toda infidelidad y toda tentación de división o fractura;
  • la dignidad de la mujer;
  • el matrimonio vivido como una realidad sagrada, elevada por Cristo a la dignidad de sacramento, una verdadera escuela donde se forjan los santos que la Iglesia espera de todo hogar cristiano.

“Tres son los bienes del matrimonio: la prole, la fidelidad y el sacramento.”[10]

Los hijos

Es el mejor regalo con que Dios puede premiar al matrimonio. Por eso es un grave error creer, como sostienen muchos, que la Iglesia considera irresponsables a quienes tienen una familia numerosa.

Toda la Sagrada Escritura, desde el creced y multiplicaos (cf. Gen 1,28) del Génesis hasta el Nuevo Testamento, está llena de “numerosos textos que exaltan la fecundidad de la familia y aseguran a las familias numerosas la asistencia continua de la Providencia”.[11]

El Concilio Vaticano II alaba especialmente a los cónyuges que son generosos en la transmisión de la vida, con las siguientes palabras: “…son dignos de mención muy especial los que de común acuerdo, bien ponderado, aceptan con magnanimidad una prole más numerosa para educarla dignamente”[12], y Pío XII decía sobre las familias numerosas que son “…las más bendecidas por Dios, predilectas y estimadas por la Iglesia como preciosísimos tesoros… la historia no yerra cuando pone en la inobservancia de las leyes del matrimonio y de la procreación la causa primera de la decadencia de los pueblos…en los hogares donde hay siempre una cuna que se balancea florecen espontáneamente las virtudes… la familia numerosa bien ordenada es casi un santuario visible… son los planteles más espléndidos del jardín de la Iglesia en los cuales como en terreno favorable, florece la alegría y madura la santidad…”[13].

Por ello, se dice muy bien: “Mejor aún que determinar los medios -incluso lícitos- para limitar los nacimientos, resulta examinar a conciencia las razones que aconsejan una descendencia numerosa. Razones de caridad:

  • para con los hijos: dependientes de que los padres los puedan llamar o no a la vida, y en consecuencia, a la eternidad;
  • para con la Iglesia: a la que debe procurarse dar la mayor cantidad de bautizados posible, entre los que podrían contarse, si
  • Dios lo quiere, almas elegidas y también sacerdotes, en un mundo en que escasean tanto;
  • para con la Patria: brindándoles ciudadanos que podrían conquistarle esplendor y progreso.”[14]

Por tanto, la prole ocupa el primer lugar entre los bienes del matrimonio, sin embargo, bajo éste nombre no sólo se incluye la procreación, sino también su educación.

Por eso es un deber y un derecho de todo hogar cristiano la educación católica de los hijos. Los padres tienen el deber no sólo de trasmitir la vida humana sino también de educar a sus hijos, encontrando en ello su propia misión, siendo cooperadores del amor de Dios Creador[15].

Con razón se ha llamado a la familia: “Iglesia doméstica”, ya que es la primera responsable de la educación cristiana de los hijos. Toda educación está guiada por una determinada concepción del hombre. Concepción que incluyendo la defensa de los derechos humanos, coloca al hombre en la más alta dignidad, la de hijos de Dios; en la más plena libertad, liberado por Cristo del pecado mismo; en el más alto destino, la posesión definitiva y total del mismo Dios por el amor.

Por ello, la familia como primera escuela de virtudes, debe procurar formar personalidades fuertes, responsables, capaces de hacer opciones libres y justas, preparando a sus hijos a una apertura a la realidad; formando de esta manera una determinada concepción de la vida: la concepción cristiana y católica.

En el núcleo familiar se halla la primera escuela de la vida y de la formación de los hijos, por ello, los padres deben realizar la primera y más eficaz acción preventiva ofreciendo a sus hijos una recta formación y preparándolos para engendrar la vida.

Fidelidad

Consiste en la mutua lealtad de los cónyuges en el cumplimiento del contrato matrimonial. Este es el fundamento sobre el cual se edifica el matrimonio.

Los “amores” destruyen al Amor, por tanto, la mutua lealtad debe ser cuidada como la perla preciada del matrimonio, sabiendo que llevamos un tesoro precioso en vasijas de barro (2 Cor 4,7).

Los esposos se dan la palabra ante Dios de cumplir lo prometido durante toda la vida, lo cual concede al matrimonio una mayor firmeza por su unidad ya no son dos sino una sola carne (Gen 2,24) y en razón de su indisolubilidad lo que Dios unió no lo separe el hombre (Mt 19,6).

Estas dos propiedades son las luces que hacen brillar la gloria del matrimonio y por tanto, deben ser guardadas con gran celo por los cónyuges, no sometiéndolas a nada ni a nadie.

“Los esposos y padres cristianos, siguiendo su propio camino, mediante la fidelidad en el amor, deben sostenerse mutuamente en la gracia a lo largo de toda la vida e inculcar la doctrina cristiana y las virtudes evangélicas a los hijos amorosamente recibidos de Dios. De esta manera ofrecen a todos el ejemplo de un incansable y generoso amor, contribuyen al establecimiento de la fraternidad en la caridad y se constituyen en testigos y colaboradores de la fecundidad de la Madre Iglesia, como símbolo y participando de aquel amor con que Cristo amó a su Esposa y se entregó a sí mismo por Ella”[16].

Sacramento

La alianza matrimonial fue elevada por Cristo Nuestro Señor a la dignidad de sacramento entre bautizados. “Desde el momento, pues, que con ánimo sincero prestan los fieles tal consentimiento, abren para sí mismos el tesoro de la gracia sacramental, de donde han de sacar fuerzas sobrenaturales para cumplir sus deberes y obligaciones fiel, santa y perseverantemente hasta la muerte”[17].

De este modo, los cónyuges no sólo aumentan el principio permanente de la vida sobrenatural, que es la gracia santificante, sino que añaden también dones peculiares, disposiciones y gérmenes de gracia, aumentando y perfeccionado las fuerzas a fin de que los mismos puedan no solamente entender, sino íntimamente saborear, retener con firmeza, querer con eficacia y llevar a la práctica cuanto atañe al estado conyugal, a sus fines y deberes; y, en fin, “les concede derecho al actual auxilio de la gracia cuantas veces lo necesiten para cumplir las obligaciones de su estado”[18].

Todo esto debe animarnos a vivir las exigencias del matrimonio cristiano confiando más en el poder de la gracia de Dios que en nuestras débiles fuerzas. Sabiendo que Dios es siempre más generoso que nosotros.

Votos privados u otros vínculos sagrados

La grandeza de la emisión de los votos privados está en el seguimiento e imitación más perfecta de Cristo. Seguimiento que se realiza en el mundo[19], aunque sin ser del mundo[20].

Esta consagración a Dios se efectuará por: la emisión de votos privados[21]; o por otros vínculos sagrados como el juramento, la promesa, etc., todos ellos actos de la virtud de la religión.

Adoptan con libertad esta forma de vida laical, quienes mediante votos privados u otros vínculos sagrados, se entregan a Dios por un nuevo y peculiar título. Consagrando sus vidas a la mayor gloria de Dios de una manera del todo particular, a la edificación de la Iglesia y a la salvación del mundo, consiguiendo así la perfección de la caridad en el servicio del Reino de Dios, formando

también parte de la Familia del Verbo Encarnado.

Citas:

[1] Cf. Christifideles Laici, 56.

[2] SAN AMBROSIO, De Virginitate, VI, 34: PL 16,288: cf. SAN AGUSTÍN, Sermo CCCIV, III, 2: PL 38, 1396.

[3] SAN FRANCISCO DE SALES, Introducción a la vida devota, I, III.

[4] CIC, c. 210.

[5] BEATO JUAN PABLO II, Catequesis del miércoles 24 de noviembre de 1993.

[6] Lumen Gentium, 31b; 35b.d; 38; Apostolicam Actuositatem, 4a.e.g; 7e.

[7] Cf. Christifideles Laici, 15.

[8] Apostolicam Actuositatem, 7b; Christifideles Laici, 40-44.

[9] GHIRLANDA GIANFRANCO, El derecho en la Iglesia misterio de comunión, Madrid 1992, n. 96.

[10] SAN AGUSTÍN, De bono coniug. c. 24 n.32.

[11] CARDENAL OTTAVIANI, in “Permanences”, 84.

[12] Gaudium et Spes, 50.

[13] PÍO XII, “Tra le visite”, del 20/01/64.

[14] RAÚL PLUS S.J., Cristo en la Familia, 1953, 74.

[15] Cf. Gaudium et Spes, 50b

[16] Lumen Gentium, 41.

[17]. Casti Connubii, 28.

[18] SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th., Suppl. 42, 3.

[19] Cf. Jn 17,11.

[20] Cf. Jn 17,14-16.

[21] CIC, c. 1191 § 1.

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