Vida Fraterna

A semejanza de los primeros cristianos que se distinguían en el mutuo amor, los terciarios del Instituto del Verbo Encarnado deben destacarse por vivir la caridad fraterna.

Vivir la caridad fraterna es un imperativo del Verbo Encarnado, Él fue quien elevó el amor fraterno a un grado sublime cuando dejó a los hombres el mandamiento del amor como testamento, os doy un mandamiento nuevo que os améis los unos a los otros como yo los he amado (Jn 13,34); el precepto mío es que os améis unos a otros, como yo os he amado a vosotros (Jn 15,12).

Mandamiento que es propio y singular del cristiano, en el cual debe distinguirse todo terciario, es en este punto donde se juega de modo particularísimo la identidad como miembro de la Tercera Orden Secular de la Familia Religiosa del Verbo Encarnado, porque sólo con la práctica efectiva de la caridad se podrán llamar discípulos de Aquél que dijo: en esto conocerán que sois mis discípulos: si os tenéis amor unos a otros (Jn 13,35).

Sin la caridad nada somos, podremos construir edificios, escuelas, colegios, orfanatos, podremos incluso formar grandes grupos y movimientos, mas si en éstas obras falta el genuino espíritu de la caridad cristiana, todas éstas serían vanas y con el tiempo terminarían derrumbándose como un castillo de naipes, y no valdrían de nada, si hablando lenguas de hombres y de ángeles no tengo caridad soy como bronce que suena o címbalo que retiñe. Y si teniendo el don de profecía y conociendo todos los misterios y toda la ciencia y tanta fe que traslade los montes, si no tengo caridad, no soy nada. Y si repartiere toda mi hacienda y entregare mi cuerpo al fuego, no teniendo caridad, nada me aprovecha. (1Cor 13,1-3), porque la caridad es vida del alma, y por tanto estamos muertos si no somos conducidos por el amor de Dios, el que no ama permanece en la muerte (1Jn 3,14). Dios es caridad y quien permanece en la caridad, en Dios permanece y Dios en él (1Jn 4,16); amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios (1Jn 4,7).

Por eso debemos empeñarnos en vivir la auténtica caridad, la caridad que movió la Encarnación, la que Nuestro Señor manifestó en su vida terrena, la que quemó su pecho con el mismo fuego que trajo a esta tierra y del que está ansioso porque comience arder69, la caridad que brota del costado abierto en la cruz, donde se manifestó la mayor obra de amor que pueda verse y se verá en la historia. La caridad verdadera que busca el bien del otro aún a costa del mal propio, que procura que los demás estén bien antes del bien propio, que intenta hacer feliz a los demás más que a sí mismo, que tiene los ojos puestos más en el prójimo en quien contempla la presencia de Dios, que en las comodidades personales.

¿Cuáles son las características de este espíritu de caridad? Son las que de modo detallado nos enumera San Pablo en su primera carta a los corintios. Es un espíritu de comprensión y bondad la caridad es paciente, es benigna (1Cor 13,4); es paciente porque por el verdadero amor a Dios y al prójimo es capaz de tolerar los cosas más desagradables y difíciles, de ahí su fuerza y hegemonía las aguas torrenciales no pueden extinguir el amor, ni arrastrarlo los ríos (Cant 8,7). Y es benigna porque tiende a derramarse hacia los demás, es el espíritu de caridad el que nos hace ser generosos con Dios y con nuestros semejantes, conscientes de que no debemos guardarnos los bienes que poseemos, que más ganamos dando que recibiendo.

La caridad no es envidiosa (1Cor 13,4), evita los rencores y los malos deseos, jamás se lamenta por el bien ajeno, lejos de sufrir los elogios que se le tributan al prójimo, ella misma se une a ellos y lejos de envidiar con pena el éxito del prójimo, toma parte de sus alegrías lo mismo que sufre con sus penas. Se podría decir que el bien del prójimo es también el suyo.

La caridad no es jactanciosa, no se hincha (1Cor 13,4), no presume de los méritos más de lo que en realidad valen, no busca mostrarse, no se engríe porque sabe que toda hinchazón procede

de la soberbia, causa y raíz de todo pecado.

La caridad no es descortés (1Cor 13,5); la cortesía, la educación y el trato correcto y delicado con nuestros prójimos es una de las manifestaciones más auténticas e infalsificables de la auténtica caridad. La cortesía es una hermosa virtud cristiana que por motivos de caridad busca hacer agradable la convivencia humana, cuando une a las palabras y a los hechos de deferencia, de atención, de consideración, de ayuda, el sentimiento interior que esas palabras o hechos expresan. “Usemos delicada caridad en los modales, pero sin ser pedantes. No refiramos nunca a otros las cosas que hayamos oído en forma reservada ni contemos al compañero lo que en su contra hubiere dicho otro, porque sería sembrar rencores y discordias. Guardémonos de proferir palabras que puedan herir o desagradar, ni dejémonos llevar a animosidad, ni a reprender en presencia de otros si no existe un justo motivo”[1].

La caridad no es interesada (1Cor 13,5), no es regañera, no busca dar para recibir, no hace obras buenas por el sólo hecho que se le den las gracias, tiene un sólo interés, la mayor honra y gloria de Dios, y todo lo demás lo busca en orden a este.

La caridad no se irrita (1Cor 13,5), porque no se inclina a la ira, no intenta la venganza, sino que ama profundamente aún a los enemigos, a los que nos persiguen y nos hacen el mal la cólera del hombre no obra la justicia de Dios (Sant 1,20); no busca el choque sin fundamento, ni se fija sólo en lo criticable y negativo, dejando de lado lo elogiable y positivo.

La caridad no piensa mal (1Cor 13,5), todo lo interpreta en buen sentido, salvando, al menos, la buena intención o la inadvertencia del que obra manifiestamente mal, prefiere equivocarse siempre por exceso de indulgencia y de bondad antes que por el juicio precipitado y rigorista. “Puede ser que el que interpreta en el mejor sentido se engañe más frecuentemente: pero es mejor que uno se engañe muchas veces teniendo buena opinión de algún hombre malo, que el que se engaña rara vez, teniendo mala opinión de un hombre bueno, pues por esto se hace injuria a otro y no por lo primero”[2]. No juzga a nadie, pues sabe que no pertenece al hombre el juicio sobre los demás, habiéndoselo reservado Dios exclusivamente para sí[3]. Por eso no realiza juicios temerarios ni infundados sino que piensa con la verdad, habla con bondad y corrige con misericordia. “Ninguno debe despreciar o inferir a otro daño alguno sin una causa probativa; y por tanto donde no aparecen manifiestos indicios de la malicia de alguno, debemos tenerle por bueno interpretando en el mejor sentido lo que es dudoso”.[4] Siguiendo la enseñanza de San Ignacio: “se ha de presuponer que todo buen cristiano ha de ser más pronto a salvar la proposición del prójimo que a condenarla; y si no la puede salvar, inquiera cómo la entiende, y si mal la entiende, corríjale con amor, y si no basta, busque todos los medios convenientes para que, bien entendiéndola, se salve”[5].

La caridad no se alegra de la injusticia (1Cor 13,6) porque supone la justicia como base de sus actos.

La caridad se complace en la verdad (1Cor 13,6), la caridad no sólo esta íntimamente conectada con la verdad sino que se “complace en la verdad”, porque sabe que toda verdad procede del Espíritu Santo, por eso es reacia a la doblez, a la falsedad y al error.

La caridad todo lo excusa (1Cor 13,7), porque por amor trata de disculpar y disimular los defectos del prójimo antes que difamarlo o calumniarlo, porque todo lo sufre, y así sabe perdonar de corazón, olvidar las injurias recibidas, cicatrizar las heridas y sabe tratar al culpable con la misma cordialidad que antes de cometer su fechoría.

La caridad todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera (1Cor 13,7), porque el que está penetrado de la caridad fraterna admite o cree sin dificultad las palabras del prójimo, sin que esta facilidad en creer al prójimo sea incompatible con la prudencia más exquisita; espera también las mejores cosas del prójimo; y aunque al presente le vea obrar mal, no desespera de su enmienda y salvación.

Que siempre arda en nuestros pechos ese espíritu de amor verdadero que nos haga derramarnos y vaciarnos de nosotros mismos por el bien de los demás, que seamos instrumentos que llenen el mundo del espíritu de amor que Cristo nos vino a dar, que cada terciario pueda vivir lo que pedía San Francisco de Asís:

 

“Señor, haz de mí un instrumento de tu paz:

donde haya odio haya odio, ponga yo amor;

donde haya discordia, ponga yo unión;

donde haya error, ponga yo verdad;

donde haya duda, ponga yo fe;

donde haya tinieblas, ponga yo luz;

donde haya tristeza, ponga yo alegría.

Qué no busque yo tanto

ser consolado, como consolar;

ser comprendido, como comprender;

ser amado como amar.

Porque,

es dando, que se recibe;

olvidando, que se encuentra;

perdonando, que se alcanza perdón;

y muriendo, que se resucita a la vida eterna”[6].

 

Cuando en una comunidad “reina el amor de Dios, entonces hay también el amor a los hermanos y el amor al prójimo; donde el amor de Dios arde en los corazones, todos los afectos humanos se purifican y se subyugan todas las cosas de este mundo se reputan ut stercora. No existe nada que sea más amable al Corazón de Jesucristo, como el que se ame y se haga bien al prójimo, especialmente a los más allegados; a los hermanos en la fe, en la vocación y de comunidad, y a las almas. Entonces nos amamos recíprocamente, cada cual goza por el bien del otro como por el de todos: se llega a ser in Dómino, uno para todos y todos para uno, y aquella comunidad se transforma en un paraíso. Y la caridad fraterna aviva muchísimo el amor hacia Dios mismo, y el amor hacia nuestros hermanos es como un vehículo del amor de Dios. Y el camino de la caridad fraterna resulta un camino muy breve y seguro para alcanzar la perfección y llegar a ser santos”.[7]

De tal modo debería vivirse la caridad fraterna que al ver nuestra vida, se dijese “Mirad cómo se aman entre si y como están dispuestos a morir unos por otros”[8], o como también se decía de los primeros cristianos “se aman aún antes de conocerse”[9]. Debemos tener el firme propósito de salvar siempre la caridad, a pesar de que pueda haber falsos hermanos[10] que se entrometen para espiar la libertad que tenemos en Cristo Jesús, que parecen estar con nosotros pero que no son de los nuestros.

“La caridad fraterna es un tesoro preciosísimo y hemos de procurar por todos los medios, conservarlo y aumentarlo… Ved que el amor propio, de por si inquieto, receloso, tiene mil susceptibilidades: altera la imaginación, turba la razón y es enemigo declarado de la caridad fraterna. Estemos alertas porque donde reina el amor propio no puede vivir la caridad. Frenemos la lengua, sujetemos la ira, soportémoslo todo. Pensemos que jamás habremos de poseer la caridad fraterna, si no queremos tolerar los unos los defectos de los otros. Todos tenemos nuestros defectos y pecados aquél que esté sin pecado, tome primero la piedra y arrójela (Jn 8,7). Y démonos la mano y caminemos juntos hacia la Patria Celestial. Edifiquémonos con el recíproco buen ejemplo… no nos amemos con palabras y con la lengua sino con obras y con verdad (1Jn 3,18)”[11].

“Amemos pues, en Dios y por Dios a nuestro prójimo con caridad ordenada,…amémonos con un amor paciente y delicado con un amor puro y santo, sin sentimentalismos. Amémonos en el Señor. ¡Esto place tanto al Señor!”[12].

La caridad debe siempre aparecer, hacerse visible, convertirse en medio humano de atracción y conquista.

De modo particular debe mostrarse esto en el amor a aquellos con quienes nos sea más difícil tratar, a los que nos resulten más antipáticos o más molestos, a nuestros enemigos y a aquellos que nos odian y persiguen. “La caridad nos da una fuerza invencible contra el demonio y el mundo, y contra las pasiones, contra los enemigos interiores, mas también nos hace formidables e invencibles contra todos nuestros enemigos externos: nosotros los venceremos amándolos, orando por ellos, con humildad grande, y ofreciendo si hubiere necesidad nuestra pobre vida para hacerles un poco de bien y salvarlos”[13].

Todos los terciarios deben mirar el ejemplo eximio de la caridad de Jesucristo que nos amó hasta el extremo (Jn 13,1), mayor amor que este nadie tiene, dar la vida por los amigos. Por eso debemos tratar de tener los mismos sentimientos que tuvo Nuestro Señor, que fue manso y humilde de corazón, que perdona setenta veces siete y que jamás va a apagar la mecha que humea. De cada terciario se debería poder decir lo que San Juan Crisóstomo decía de Pablo: “el corazón de Pablo, es el corazón de Cristo”.

Es este el espíritu que debe sobresalir en todas las actividades de los distintos niveles de nuestra Tercera Orden, la caridad fraterna siempre debe reinar, debe reinar en los movimientos, debe reinar en los colegios, en las familias, en las parroquias, en el trabajo, en el estudio, etc.

Este espíritu de caridad se manifiesta de modo particular con el llamado espíritu oratoriano[14], que debe procurar ser vivido por todos los miembros de la Tercera Orden en sus tres niveles, de modo particular este espíritu se debe verificar en los movimientos y asociaciones de fieles, donde mediante la comunión de ideales y actividades deben unir las fuerzas para conseguir los mismos fines, viviendo en plenitud la caridad cristiana. Principalmente este espíritu debe brillar en las familias, cada familia de cada terciario debe procurar ser como un pequeño oratorio donde bajo la autoridad de los padres se eduque a los hijos en el bien y en la verdad.

Procuren todos crear un clima de caridad donde se viva el oratorio, ambiente educativo, de alegría y sana diversión, abierto a todos y que abarca todo, de libertad, de gozo, paz y amor en el Espíritu Santo (Rom 14, 17). En fin animémonos y repitámonos a nosotros mismos las palabras que San Pablo escribía a los Corintios tratad ardientemente de alcanzar la caridad (1Cor 14,1).

Citas:

[1] SAN LUIS ORIONE, carta a los Hijos de la Providencia, 25 de Julio de 1936,151.

[2] SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. II, II, q 60, 4 ad 1.

[3] Cf. Sant 4,12.

[4] Sant 4, 12.

[5] SAN IGNACIO DE LOYOLA, Ejercicios Espirituales, [12].

[6] SAN FRANCISCO DE ASÍS, Oración simple.

[7] SAN LUIS ORIONE, Carta a los Hijos de la Providencia, 25 de Julio de 1936, 147.

[8] SAN BENITO, Santa Regla, XXXI, 19.

[9] MINUNCIO FÉLIX, Octavias, ML 3,289.

[10] Cf. 2 Cor 11,26.

[11] SAN LUIS ORIONE, Carta a los Hijos de la Providencia 25 de Julio de 1936, 151 y 152.

[12] SAN LUIS ORIONE, Carta a los Hijos de la Providencia 25 de Julio de 1936.

[13] SAN LUIS ORIONE, Carta a los Hijos de la Providencia, 25 de Julio de 1936.

[14] Cf. Directorio de Oratorio, 56-57.

Facebook
WhatsApp
Twitter
Email
Telegram